En los medios de comunicación y en las redes sociales nuestra universidad vuelve a llamar atención y, como se va haciendo costumbre, no por buenas razones. Las denuncias hechas sobre los comentarios discriminatorios que realizó el profesor Alejandro Silva deberían convocar a la comunidad de la universidad en un rechazo unánime y una reflexión profunda. En cambio, tenemos unas disculpas del profesor que son bienvenidas, un rechazo por parte de las directivas (también bienvenido), reacciones que relativizan la gravedad de lo sucedido y muchos silencios de los asiduos personajes de nuestra universidad que siempre se manifiestan. Así que me sentí en la obligación de no guardar silencio.
En el video de la denuncia se evidencia claramente un discurso discriminador, sexista, transfóbico y homofóbico por parte del profesor Silva, rayando en un discurso de odio lleno de prejuicios que no se sostienen ante el menor análisis. En sus afirmaciones tacha de “aberración” a las identidades de género y orientaciones sexuales diversas y lamenta que estas surjan producto de “tanta democracia”.
El profesor no hace estos comentarios desatinados desde cualquier lugar o de cualquier forma; lo hace desde su identidad como profesor de una universidad pública y en un contexto de aula. Todos los auditorios demandan responsabilidad y el aula es uno en el que la argumentación debe primar por encima del prejuicio o la rabia.
Ya que estamos hablando de identidades, advierto que hablaré discrecionalmente en femenino en mi discurso. Ojalá los hombres se sientan recogidos en el “todas” y el “las”, así como las mujeres y otras identidades se tienen que sentir usualmente recogidas en el “todos” y el “los”. No me importa lo que tengan que decir los señores de la academia de la lengua en este respecto.
La identidad no es algo fijo o exclusivamente individual. Todas nosotras transitamos por diferentes identidades a lo largo de nuestras vidas; de manera simultánea o en serie. Nuestras identidades se solapan. No tengo formación en humanas, así que me imagino las identidades como un complejo diagrama de Venn de papel celofán de colores que va cambiando con el tiempo. Digo esto porque todas nosotras aquí y en todo momento y lugar, incluido el profesor Silva, hablamos desde nuestras identidades dinámicas. Y las identidades sexuales, dinámicas, difusas y colectivas, también son formas de resistencia y ejercicio de poder. Recordemos el pelo largo en los hombres y el pantalón en las mujeres.
Yo voy a hablar aquí desde mi identidad como profesor de matemáticas de la Universidad Distrital, como hombre gay casado con otro hombre desde hace nueve años; también desde mi identidad como el estudiante de matemáticas que alguna vez fui; y como activista que de tanto en tanto tiene que salir del mundo de las matemáticas y del trabajo administrativo.
Como estudiante de matemáticas de la Universidad Nacional, tuve que soportar muchos comentarios por el estilo de los del profesor Silva por parte de profesores y compañeros. El machismo y la homofobia en las carreras de ciencia, tecnología e ingenierías por ese entonces eran mucho peor de lo que es ahora. No tuve un solo compañero gay en la carrera, todos eran de artes, enfermería, biología o ciencias humanas. Esto reforzaba en mí el prejuicio cultural de que las matemáticas no eran compatibles con mi orientación sexual y me sentía sobrando. Empecé a asumir que no era bienvenido y que por tanto, no podía ser matemático y gay al mismo tiempo, me aislé de la carrera y me atrasé dos años. Por ese entonces me vinculé al grupo estudiantil de estudio y apoyo a la diversidad sexual de la Nacional (Gaeds) donde empecé a hacer activismo y recibí un gran apoyo de amigos que aún conservo. Finalmente el apoyo de mi familia, mi pareja y el de mis compañeros de Gaeds me permitieron sacar adelante mi carrera. No todos los estudiantes con identidades de género y orientaciones sexuales diversas tienen ese apoyo y terminan marginados. Encontré profesores respetuosos en el camino que me dieron todo su apoyo y pude culminar mi doctorado. Cuando realicé mi pasantía de investigación en Claremont California, quedé impresionado en cómo institucionalmente se promovía la inclusión. En el Pomona College, una de las mejores universidades del mundo para estudiar ciencias básicas, había pintada en la pared una gran bandera LGBT que decía “El departamento de matemáticas apoya a la comunidad del arcoiris”. Nada que ver con lo que me tocó vivir en la Nacional o con lo que a algunos estudiantes de la Universidad Distrital aún les toca vivir.
Como ciudadano también he tenido que enfrentar todo tipo de discriminación. Años atrás, antes de los celulares con cámaras, la policía solía detenerme en la calle sólo por ir de la mano con mi pareja. Cuando murió mi compañero permanente, la emisora de La Cariñosa de RCN realizó una ataque homofóbico en donde se me ridiculizaba por reclamar los derechos que la aseguradora del estado, La Previsora, me quería negar. Los ataques de la Cariñosa eran permanentes contra la población LGBT en general y luego de un plantón organizado por redes de afecto, tuvieron que pedir disculpas y retirar todo el contenido homofóbico de sus plataformas. Ni las empresas privadas están habilitadas para difundir el odio. Fue la unión en redes organizadas y de afecto lo que permitió el cambio.
Como profesor de la Universidad Distrital me llena de alegría ver estudiantes gays y lesbianas de matemáticas fuera del closet y sin miedo, algo impensable en mi época de estudiante. Pero también me llena de rabia e indignación saber que todavía son víctimas de comentarios homofóbicos por parte de algunos compañeros y profesores. He recibido anónimos amenazantes en el correo por parte de estudiantes y he tenido compañeros que han tratado de ejercer un trato discriminatorio hacia mí con sus comentarios y desplantes homofóbicos. Pero yo ya no soy el estudiante de matemáticas que se asusta y esconde. Terminan haciendo sus comentarios a escondidas. También debo decir que al mismo tiempo he tenido muchos compañeros de trabajo maravillosos que me han apoyado y no permiten ni toleran esas guachafitas homofóbicas. En general me siento querido y respetado por la mayoría de profesores y estudiantes de mi comunidad académica en la universidad.
Pasando la página de mis comentarios vivenciales, quiero aclarar que no voy a discutir aquí si las personas con identidades de género y orientaciones sexuales diversas somos o no sujetos de derechos, merecedores de respeto. No pienso caer en ese juego. Ni que estuviéramos en 1980. Pero como profesores y funcionarios públicos sí debemos recordar que la Universidad Distrital es una entidad de carácter público, que se paga con los impuestos de Bogotá y que nos debemos al servicio y no a la búsqueda de la validación de nuestros egos y prejuicios a través del ejercicio docente o profesional. También nos rige la Ley Antidiscriminación y Colombia es firmante de la Declaración sobre orientación sexual e identidad de género de las Naciones Unidas de 2008. Aquí no caben relativismos tendenciosos. Las universidades públicas tienen la obligación de ser ejemplo nacional en el respeto de los derechos humanos. Tristemente nuestra universidad cae a veces en el contraejemplo y, en consecuencia, se gana merecidamente el reproche público.
Los defensores de la intervención del profesor alegan el derecho a la libertad de expresión, de cátedra o de debate, como si se tratara de una máxima axiomática irrefutable, no sin antes mostrarse como víctimas de la terrible opresión de la “corrección política” o la “ideología de género”. Defensa floja en la que ni el mismo profesor Silva ha caído. Apelan a la libertad, la enuncian y se sienten satisfechos creyendo tener la razón última de su parte, como si estuvieran exhibiendo el daguerrotipo de Dios.
Alegar restricciones a la libertad en este caso es no entender nada del concepto mismo. Es un concepto de libertad mal entendido. El profesor Silva fue libre de expresar su opinión en clase, pero como adultas que tratamos ser todas acá, hay que asumir las consecuencias de nuestro libre ejercicio de expresión. Parte de esas consecuencias están en el rechazo mediático e institucional a las expresiones de odio y más si provienen de un contexto de aula de una universidad pública. La libertad de expresión tiene unos límites claros cuando se empieza a difundir el odio y se usa para discriminar. Es precisamente hacer un mal uso de la libertad de expresión lo que atenta contra la libertad misma, atenta contra la libertad del ser.
El término “corrección política” no es sino uno más de los tantos instrumentos que se usan desesperadamente, una y otra vez, para perpetuar las formas de opresión sistemática sobre determinados grupos poblacionales. Caer en el lugar común de “pobrecitos nosotros que no nos dejan expresar por la tiranía de la corrección política”, es caer en el mismo lugar común y peligroso en el que caen neonazis, racistas, homofóbicos y misóginos tratando de mantener su voz en los procesos de opresión histórica. La universidad, como comunidad, debe estar muy atenta a lo que entiende por libertad, así como a lo que permite y rechaza.
No es un secreto para nadie que nuestra universidad tiene una historia triste de una fuerte influencia de un patriarcado politiquero que raya en lo macondiano y que ha permeado nuestra cotidianidad. No podemos hacernos los locos con esto. Debemos asumir que es así y que seguiremos cargando con ese lastre por un buen tiempo. Sólo aceptando y entendiendo las dinámicas patriarcales de la universidad podremos transformarlas positivamente.
Ojalá que las colegas que no lo han hecho aún, y que comparten una apuesta por una universidad libre y respetuosa de los derechos humanos, salgan de vez en cuando de sus obligaciones académico-administrativas y se hagan visibles para sus estudiantes. Pero si va a venir algún cambio real en esta dirección, creo que provendrá de los movimientos estudiantiles que han demostrado un ejercicio fuerte de poder y transformación. Insisto en que sólo entendiendo las dinámicas de poder que genera el miedo a través del odio es que podemos transformar ese miedo positivamente. En medio de estos tiempos tan difíciles que demandan de la juventud acciones urgentes, no se pueden descuidar otros espacios. Es necesario un ejercicio de poder estudiantil responsable, inteligente y creativo, pero contundente. Son las estudiantes, como ya lo han hecho, quienes deben vencer ese miedo y levantar la voz para decir no más, no vamos a permitir más acoso, no más discriminación, no más politiquería, no más al patriarcado machista, politiquero y homofóbico en la Universidad Distrital. Hay que dejarle claro al patriarcado que tiene los días contados, que su otoño le está llegando. Por motivación propia no va a ceder. Los profesores estamos más ocupados en el trabajo, preocupados por el crecimiento de nuestras carreras académicas o políticas, o tal vez disfrutando de una cierta comodidad. Algunos profes han dado o siguen dando luchas muy duras en estas direcciones. Los derechos en materia de diversidad sexual, que hoy se dan por sentado, obedecen a largos procesos sociales. Nada ha sido regalado. Insisto que para sacar a la universidad de su letargo patriarcal, son las estudiantes quienes tienen que tomar la batuta. Es su obligación generacional con la historia.